Mano dura
Trescientos días después de alzar la Champions en Lisboa, Ancelotti enfila el Clásico cuestionado. La mala imagen reciente y los últimos resultados le han marcado. Para señalarle estas semanas, pocos le han echado en cara que perdió la Supercopa ante su próximo rival en Europa, que le superan los derbis o que su equipo se ha desinflado hasta haber dejado escapar el liderato. Datos irrefutables. No les ha hecho falta hablar de fútbol. Para querer hacerle daño, sonrojarle y ponerle al frente del pelotón de fusilamiento, los críticos han tomado otro camino bien distinto. El habitual y trasnochado: han apelado a su “mano blanda”. Como él mismo ironizó, la mano blanda con la que ha ganado tres Champions. Ésa, añado yo, con la que apacigua las crisis como nadie y gracias a la cuál se siente arropado por su vestuario antes de la final del 22-M. Veintidós tíos no pueden estar equivocados.
Éste es el drama actual que da para reflexionar. El pensar que pese a estar ya en el siglo XXI algunos no han evolucionado. Que para salir de las crisis, deportivas o sociales, la mayoría considere que se necesita prioritariamente y sin concesiones la mano dura. Las dictaduras, deportivas o sociales, se generaron así. Pero eso parece ya olvidado.
Como me dijo un buen día un gran amigo, maestro de cronistas, “ser un hijo de puta (perdón pero fue así) está sobrevalorado”. Por encima de la inteligencia, la educación y la capacidad. Revisen sus vidas y comprobarán que se confirma demasiadas veces este proverbio casero. En la escuela, en la calle y en el trabajo. Algo que nunca entendí. Quizás porque, política aparte y centrado en el deporte, un día me marcaron los entrenadores sargentos. Desde entonces, nunca los he tragado. En la cantera en la que aprendí a jugar, un señor recto absorbido por la gestualidad de Emery siempre me hizo desenvolverme al cincuenta por ciento. Jugaba agarrotado. Ya en la base del Albacete, otro técnico huraño y gritón me produjo hasta úlceras por miedo a perder el balón. Siendo un hombre, en la Primera División de juveniles, otro humilde paisano transformado en pitbull con el silbato me aburrió hasta dejar el equipo siendo el que más jugaba. Y ya en Tercera, un exmilitar (de cargo, no de pose) me terminó por mandar a la Universidad. Quizás fue más culpa mía que de ellos, pero con la mano dura nunca he comulgado.
Y creo que al final a todos nos sucede un poco lo mismo. Incluso a los que reclaman de primeras, y desesperados, orden y mando ante el caos y luego comprueban que el remedio es peor que la enfermedad. Al Barça, sin ir más lejos y centrándonos en el Clásico, le ha pasado. Si llega al duelo clave de este domingo con aires renovados es porque ha sabido corregirse. Club y afición. Cuando la temporada pasada cayó desplomado, cómo no, se reclamó mano dura como medida revolucionaria para una plantilla mal acostumbrada. Luis Enrique aterrizó entre aplausos como el sargento de hierro ideal. Todo lo que hacía parecía agua bendita. Su juego más directo era para muchos el mejor invento en la casa del tiqui-taca, se ensalzaba un físico mejorado y comenzó a verse (o inventarse) su mano en cada rincón como si fuera el Mesías. Los resultados acompañaban, claro. Hasta que Lucho comenzó a impartir la justicia por encima de lo deseado (como se le pidió) y casi acaba viendo el resto de la Liga desde casa. En Anoeta sentó a dos patas claves del tridente, el equipo perdió los puntos y las sensaciones, y se desató la tormenta. Al de la mano dura se le pidió mano blanda. Lo de siempre. Ahora, rota lo justo y, por casualidad o por las cosas de imponer la lógica a la autocracia, el Barça vuela cuando antes se arrastraba.
No digo que los sargentos no hayan logrado cosas importantes. Con todos los recursos a su disposición muchas veces han alcanzado lo que buscaban. Faltaba más. Miren Capello. Lo que intento es explicar que duran poco en el rebaño, si es que no acaban con él en su mandato. Insisto con Capello: no duró más de un año en cada una de sus dos etapas. De todos los entrenadores profesionales con los que he tenido trato directo por mi profesión, por citar algunos ejemplos, los de la mano dura han aburrido al personal o la tienen ahora escondida. Habrá excepciones, lo sé. Pero es una ley general. Son complicados de llevar. Aunque ocasionalmente ganasen. López Caro, apodado sargento de hierro, suplió un buen día a Luxemburgo en el Madrid y un amplio sector de la prensa y de la afición se aferró a él porque convenía la rigidez en el vestuario. Fracasó y estos días anda buscando equipo por ahí tras ser destituido en Arabia Saudí porque en España pocos le aguantaban. Juande está sin entrenar y, supongo, que desde que no le he vuelto a ver no habrá hecho muchos más amigos. Y con Mourinho no me extenderé. Fue irse él y llegar la Décima. En Santander, en cuatro años haciendo la mili en el exilio, el que peor parado salió, según lo que yo vi, fue Héctor Cúper. Coronel ya algo desfasado.
Igual por fin las cosas han cambiado. Se gane o se pierda siempre será mejor tener al frente a Del Bosque que a Clemente. Siempre agrada más ver cómo Moyes revierte la situación de la Real con diplomacia mientras Djukic sale por la puerta de atrás del Córdoba tras mil rajadas públicas que no sirvieron de nada. Y siempre reconforta más observar cómo con tacto y sabiduría Blanc mete al PSG en cuartos y Mou, gran técnico superado por su personaje enfadado, cae eliminado. Afortunadamente, parece que estamos ante un tiempo nuevo, al menos en España, y los aspirantes a dictadores, tras gozar de tantas simpatías, van quedando retratados. No hay más que mirar en esta grave crisis nuestro actual tablero político. Mucha alternativa y ningún sargento.
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