Más!..., ¡más! –gritaba a los extenuados remeros, porque había llegado el momento decisivo. Y los remos crujían y los hombres jadeaban y la lancha seguía encaramándose, pero ganando terreno. Cuando la popa tocaba la cima de la montaña rugiente y la débil embarcación iba a recibir de ella el último impulso favorable, Andrés, orzando brioso, gritó conmovido poniendo en sus palabras cuanto fuego quedaba en su corazón: –¡Jesús, y adentro!”.
Así reflejaba José María de Pereda, el escritor por antonomasia del costumbrismo montañés, los apuros de una trainera para huir de la trágica ‘Galerna del Sábado de Gloria’ y ganar, en medio del súbito temporal, el abrigo de la bahía santanderina. 322 marineros vascos y cántabros no lo consiguieron aquel 20 de abril de 1878. La mayoría de ellos perecieron agarrados al remo que manejaban en su trainera. Sí, entonces, en los primeros años de estas bravas embarcaciones, había mucho más en juego que las banderas, la gloria o el dinero.
Aquel mismo año, 1878, apenas unos meses después de llorar a sus muertos en todos los puertos del Cantábrico, se celebró en Santander la primera gran regata de traineras animada por un espíritu deportivo. Un año más tarde, sucedería lo mismo en San Sebastián y en 1881, en la Ría de Bilbao. Antes de este momento, sólo se habían producido desafíos puntuales. Los pescadores de Pasajes de San Juan contra los de Pasajes de San Pedro, los del Cabildo de arriba santanderino, contra los de abajo… En torno a 1880, estaba naciendo un deporte que hoy, 130 años después, desata pasiones del Bidasoa a la Ría de Vigo. Pero la historia de las traineras empezó cuarenta años antes.
No hay constancia escrita del momento exacto en que un carpintero de rivera construyó la primera trainera. Tampoco se sabe su nombre, pero sí que debió ser un vascofrancés pocos años antes de 1840. Los pescadores del Golfo de Vizcaya, a un lado y otro de la frontera, tenían por aquel entonces necesidad de encontrar una embarcación ágil y rápida para poder practicar la pesca de cerco, especialmente de sardina, pero también de besugo y de chicharro.
Ágil, para que la velocidad a la que se podía cerrar el círculo de la red impidiera que los peces se escaparan; y rápida para, una vez subidas a bordo las redes y su captura, llegar los primeros a puerto y conseguir un mejor precio por el pescado. En las primeras décadas del XIX, aquellos valientes desafiaban al Cantábrico montados sobre botes más anchos, más pesados, más estables, con más capacidad, pero infinitamente más torpes y lentos. Eran, más o menos, como los grandes botes que Hollywood ha popularizado bajando de los galeones. Hasta que alguien, en San Juan de Luz o en Hendaya, decidió que merecía la pena arriesgar. Un pequeño paso para la humanidad, pero un gran salto en el Cantábrico.
Fueron los pescadores de Fuenterrabía los primeros en ‘sufrir’ a la nueva embarcación. De repente, sus colegas al otro lado del Bidasoa, los de Hendaya, empezaron a dejarles atrás, casi sin despeinarse, a bordo del nuevo y afilado bote. Y hasta ahí podíamos llegar. Los hondarribitarras copiaron a sus vecinos y nacieron así las primeras traineras españolas. Inmediatamente después, fueron los de Pasajes quienes copiaron a los de Fuenterrabía, y luego los de San Sebastián, y los de Orio, y los de Zumaya… Así, de Este a Oeste, luego a Vizcaya, más tarde a Cantabria, fueron botándose traineras por todo el litoral.
Las traineras de entonces no eran, exactamente, como los prototipos de competición de hoy en día (medidas exactas, 13 remeros, un patrón), pero se parecían mucho. El impresionante cuadro de Fernando Pérez del Camino
‘¡Jesús y adentro!’ que acompaña este reportaje habla mejor que mil palabras. Menos remeros, más espacio (para redes y pescado) y mástil para aprovechar con una vela el viento de popa…, pero claramente una trainera. El pintor, coetáneo y amigo de Pereda, pone con este cuadro imagen a los capítulos de Sotileza sobre la famosa galerna. Hoy se puede contemplar en el Museo de Arte Contemporáneo de Santander.
Pero estábamos ya en las regatas. En los últimos años del XIX, eran pocas, muy señaladas, y todavía bogaban los mismos que cada día salían a la mar a pescar. Se seguían enfrentando entre puertos vecinos o entre barrios de las ciudades. En 1919 nace la Copa del Rey Alfonso XIII, quién por entonces veraneaba en Santander y en San Sebastián, y, a partir de ese momento, traineras de una provincia viajan a las vecinas para competir con sus traineras. Se institucionaliza la distancia que aún hoy tienen las regatas, tres millas náuticas, y poco a poco comienzan a competir remeros surgidos de fuera de las filas de los pescadores. Las grandes fábricas de la margen izquierda de la Ría de Bilbao, por ejemplo, botan traineras en las que compiten, por deporte, sus obreros. Tras el paréntesis obligado por la Guerra Civil, en los años cuarenta movilizan miles de aficionados los duelos, muchos mano a mano, entre las grandes tripulaciones del momento, Orio, Pedreña y Fuenterrabía, fundamentalmente. Luego, en los cincuenta, el remo languidece (como casi todo, por otro lado, en aquella España) y entra en un agujero negro que casi le lleva a la desaparición. No fue hasta 1964 cuando se dieron los primeros síntomas de resurgimiento. Hasta el propio franquismo, a través de Educación y Descanso, y con el dictador propiciando la Copa del Generalísimo en A Coruña y asistiendo regularmente a las regatas de La Concha donostiarras, se sube a la ola traineril. En los últimos cuarenta años la competición traineril no ha hecho más que crecer. Con ciclos de dominio guipuzcoano, los más, y otros vizcaíno o cántabro, con los gallegos esperando su momento (Asturias, salvo núcleos aislados como Castropol, pinta poco en traineras), el remo en banco fijo sigue apasionando cada verano en el Cantábrico. En el Campeonato de España, por ejemplo, ha habido 32 victorias guipuzcoanas, 17 cántabras, 12 vizcaínas y 4 gallegas.
En la Bandera de La Concha, mucho más importante que el propio título nacional, el dominio guipuzcoano es apabullante, con Orio, el Real Madrid del remo, como mascarón de proa. Ya con el cambio de siglo, en el 2000, llegó a las traineras una suerte de profesionalismo marrón que es el que, con las apreturas propias de la crisis, sigue haciendo que remeros y preparadores cambien sus pueblos por el de enfrente, o más allá, a cambio de un sueldo. Tal vez fruto de ello, Orio está ahora mismo en la segunda división, mientras decenas de oriotarras están como remeros o entrenadores en los mejores clubes de elite. Desde el 2003 existe una Liga, la ACT, seria y organizada (y repleta de intrigas palaciegas constantes, dicho sea de paso) que lidera, La Concha aparte, este deporte.
Por lo que respecta a los barcos, hoy solo queda en las tres primeras categorías, una sola trainera de madera, la de Santander. Y no por romanticismo, sino por la extrema modestia del club que no se puede ni plantear comprar una de fibra, mucho más competitiva.
En el 94, en el Campeonato de España en Castropol, aparecieron los gallegos de Meira con el primer bote de fibra sintética. Lo que pareció una excentricidad (ganó San Pedro con un barco de madera construido en su pueblo por el astillero Fontán), es hoy la norma. Icaceta, Cuesta, el propio Fontán, otros pequeños astilleros del litoral han quedado en el camino y todos los clubes tienen que viajar a Orio (¡Como no!) para comprar las nuevas traineras 2.0 a Amilibia. Pero que nadie crea que la fibra, los superatletas que ahora mueven cientos de watios remo en mano o los cuidados de fisioterapeutas y médicos (también hay una lacra con el doping, pero eso, como diría Kipling, es otra historia) han acabado con los peligros de retar a un mar bravo como el cantábrico. Nada de eso. Hace apenas cuatro años, en el mismo lugar en que Pereda sitúa a sus pescadores, en el paraje que pinta Pérez del Camino, entre La Magdalena y el faro de la isla de Mouro, en la barra que separa el fiero mar del resguardo de la Bahía de Santander, una de las traineras punteras, la San José de Astillero, era empujada con fiereza contra los acantilados de la península de La Magdalena. El barco quedó destrozado, pero, afortunadamente, esta vez no murió nadie, aunque seguro que los astillerenses también gritaron, como sus antecesores del Sábado de Gloria de 1878, ¡Jesús, y adentro!