Desde finales de los 50 a comienzos de los 70 el hombre más fuerte del mundo era español. Se llamaba Hércules Cortés, si bien su nombre de pila era Alfonso Chicharro, aunque nadie le conocía así. Y eso que muchos eran los que le admiraban. Su fama le llegó tras ser una auténtica celebridad mundial en el mundo del pressing catch, ése que ahora vuelve a tener legiones de fans, mayoritariamente jóvenes, que se quedan embobados mirando los combates que se televisan desde Estados Unidos.
Pero hubo un tiempo en el que no hubieran tenido que ir tan lejos. De haber vivido en Madrid, sólo se tendrían que haber acercado cualquier sábado al Campo del Gas, cerca del Rastro, para contemplar una velada similar. Un espectáculo que llegó a rivalizar a mediados del siglo pasado con el boxeo, como el segundo deporte más popular de España. Luchadores de nuestro país como La Sombra, Huracán Ramírez, El Ángel Exterminador, Lawrence de Arabia, El Diablo Rojo o El Halcón Negro ocupaban los lugares de héroes infantiles americanos actuales como John Cena, Undertacker o Big Show. Si hubiesen tenido suerte, en dicha velada habría peleado el tal Hércules.
Un luchador con gran corazón
Decimotercer hijo de una ilustre familia de Zarautz, pronto destacó gracias a su admirable fuerza, algo que le llevó a ser campeón de lanzamiento de jabalina. Su infancia no fue fácil, como la de ningún español que haya crecido en plena Guerra Civil. En la contienda, perdió a cuatro hermanos. No obstante, eso no amargó su carácter. Aquel gigante (los datos de entonces le dan 1,95 de altura y 150 kilos) poseía, como aseguran los que le conocieron, un carácter bonachón y una amabilidad fuera de lo común. Tal era su fuerza que, en un programa de televisión, del único canal existente por entonces, llevó a cabo un curioso reto. Quien le ganara en un pulso sería el dueño de lo que entonces era una fortuna, 100.000 pesetas. Nadie le ganó nunca. Sólo un panadero llamado Matías, con un corparrón similar, empató con él. Cortés reconoció su mérito y convenció al programa para que le dieran el premio. Lo dicho, un buenazo.
Tras ganar los títulos de España y de Europa, emigró a Estados Unidos donde, en pocos meses, se convirtió en uno de los preferidos de los aficionados. Hay que decir que uno de los grandes éxitos de la lucha de entonces y de ahora es que claramente se diferencia entre buenos y malos, héroes y villanos, que, estrictamente guionizados, protagonizan una historia que va más allá de la pelea. Un gancho para captar al público, cual serie de televisión. Hércules era de los buenos y, como tal, un héroe. Por tanto el éxito le acompañó. Tanto que llegó a ser campeón del mundo de lo que ahora sería la WWE. Protagonizó los combates estelares de un por entonces abarrotado Madison Square Garden. También logró dicho título en parejas. Peleó contra los grandes luchadores de entonces, The Bruisher, The Sheik, Igor, Carpentier o The Crusher… Incluso se labró una carrera en el cine, con papeles secundarios de mayor o menor fortuna.
Una noche del mes de julio de 1971, a la vuelta de una defensa del Mundial de parejas que poseía junto al también querido Red Bastein, su coche, que conducía adormilado tras el esfuerzo, se empotró en una carretera de Minneapolis, llevándose la vida de Hércules. Su muerte fue un mazazo para sus seguidores, tanto norteamericanos como españoles. Curiosamente, la década de los 70, que comenzó con el fallecimiento de Cortés, marcó la decadencia del espectáculo de la lucha americana de entonces.
Aquellas veladas que se celebraban junto al Rastro empezaron a ser mal vistas. Ya no eran grandes duelos entre forzudos, sino más un espectáculo bochornoso. Las crónicas de los periódicos, que durante los 60 ensalzaban la figura de unos “superhombres capaces de vencer a lo que se pusiera por delante”, pasaron a hablar de combates que sólo asombraban ya a “impresionables niños o a gente de poca cultura”, incluso a “invertidos que acudían con cualquier otra intención”, pero no la de admirar un deporte. Aquel ocaso se identificó como una culturización de la masa. ¿Quién se iba a creer ya que esos mamporros o llaves eran letales? Todo era un cuento chino que se convertía en un último recurso de boxeadores veteranos o sin capacidad de brillar en el noble arte, un deporte de verdad, no como los payasos de feria de la lucha. Y pasaron años en los que aquella lucha americana fue sólo un recuerdo. Un espectáculo de otra época, más propio de una España decadente y sin cultura, impropio de una España moderna.
Hasta que llegaron los 90. En esa década se volvieron a televisar combates, ya de origen estadounidense, y los niños empezaron a volver a hablar con la jerga de entonces. Llaves como la sillita eléctrica, el abrazo del oso, las tijeras, etc… eran charla habitual en los recreos de los colegios españoles. Las paredes de sus cuartos se forraron de posters de los nuevos héroes: Hulk Hogan, el Último Guerrero o Snake. Y así hasta la actualidad, donde la lucha americana vuelve a tener un marcado éxito, además de una poderosa rentabilidad a través del márketing. Incluso un nacido en España vuelve a brillar entre esos superhombres ya que, Kane, un gigante de aspecto feroz, nació en Torrejón de Ardoz. Un espectáculo que poco ha cambiado desde entonces. Ahora, muy cerquita del Campo del Gas madrileño que acogía aquellas veladas, tenderetes venden con gran éxito camisetas de los protagonistas de esta lucha. Pero ninguna es de Hércules Cortés y nadie se acuerda ya de que fue el hombre más fuerte del mundo.