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Sociedad

Ni a la playa ni al bingo: el motivo por el que los japoneses jubilados quieren ir a prisión en el fin de sus vidas

La pobreza y la soledad llevan a cientos de ancianos a buscar en la cárcel estabilidad, compañía y atención médica gratuita.

TOKYO, JAPAN - DECEMBER 30: People pass through an indoor arcade in Ameyoko shopping street as they do end of year shopping on December 30, 2021 in Tokyo, Japan. Tokyo Metropolitan Government reported 64 new Covid-19 cases today. However, the governors of Tokyo and Osaka have urged residents to limit New Years Eve gatherings as more cases of the Omicron variant are discovered in the country. (Photo by Carl Court/Getty Images)
Carl CourtGetty Images

Japón, conocido por su longevidad y bajos índices de natalidad, enfrenta un fenómeno social inesperado. Y es que, aunque pueda parecer sorprendente, cada vez más personas mayores eligen cometer delitos menores para ingresar en prisión. Este comportamiento, lejos de responder a tendencias delictivas habituales, pone de manifiesto problemas más profundos como el aislamiento social, la pobreza y un sistema de bienestar que, para muchos, resulta insuficiente.

En las prisiones japonesas, el envejecimiento de la población carcelaria es un reflejo del envejecimiento de la sociedad en general. Entre los muros de la cárcel de mujeres de Tochigi, la más grande del país, se pueden encontrar mujeres de cabello cano y movimientos lentos, que reciben ayuda para comer, caminar y tomar sus medicamentos. Para algunas de ellas, este entorno representa una última esperanza de estabilidad en un mundo exterior que las ha abandonado.

Una vida más estable entre rejas

Akiyo, una mujer de 81 años, cumple condena por hurto de alimentos. Para ella, la cárcel no es un castigo, sino un refugio. “Quizá esta vida sea la más estable para mí”, afirma. En prisión, recibe tres comidas diarias, atención médica gratuita y compañía, lujos que no siempre puede permitirse fuera.

Su historia no es única. En 2022, más del 80% de las mujeres mayores encarceladas en Japón habían cometido robos menores. La mayoría de ellas lo hacen por necesidad: un 20% de los mayores de 65 años vive en la pobreza, según datos de la OCDE. Para quienes sobreviven con pensiones escasas, como Akiyo, el robo es una salida desesperada. “Tomé una mala decisión pensando que sería algo menor”, confiesa.

El problema trasciende lo económico. Muchas de estas mujeres enfrentan también el rechazo familiar y el aislamiento social. Ese abandono las lleva a perder la esperanza y, en algunos casos, a buscar en la cárcel el apoyo emocional y los cuidados que les faltan fuera. “Hay personas que vienen aquí porque tienen frío o hambre”, explica Takayoshi Shiranaga, guardia en Tochigi.

“Incluso hay gente que dice que pagaría para vivir aquí para siempre”

La transformación de las prisiones japonesas es evidente. Con una población carcelaria de adultos mayores que se ha cuadruplicado en dos décadas, el sistema penitenciario se ha adaptado para ofrecer servicios de cuidado a largo plazo. Los guardias cambian pañales, ayudan a los internos a bañarse y supervisan sus medicamentos. “Se siente más como un hogar de ancianos que como una prisión”, comenta Shiranaga.

Algunas internas, como Yoko, de 51 años, han adquirido certificaciones en cuidado de ancianos durante sus condenas y ahora ayudan a otras prisioneras mayores. Pero incluso con estos esfuerzos, el sistema enfrenta una demanda creciente de personal capacitado, en un país que necesitará 2.72 millones de cuidadores para 2040, según proyecciones del gobierno.

Soluciones insuficientes

El gobierno japonés ha implementado programas para apoyar a los mayores en prisión y facilitar su reintegración, como centros comunitarios y beneficios de vivienda. Sin embargo, la eficacia de estas medidas es limitada. Megumi, otra guardia en Tochigi, subraya que el problema persiste por la falta de redes de apoyo. “Muchos no tienen a nadie que los cuide al salir y terminan regresando”, afirma.

Para personas como Akiyo, la prisión se convierte en una alternativa a la soledad y la inseguridad. Aunque cumplió su condena en octubre, la perspectiva de volver al mundo exterior la llena de temor. “Estar sola es muy difícil”, confiesa. Su caso es un recordatorio de los desafíos que enfrenta Japón al intentar cuidar de su creciente población envejecida y marginada.

Mientras tanto, los muros de Tochigi continúan llenándose de cabellos blancos y manos arrugadas, reflejando las grietas de una sociedad en proceso de envejecimiento acelerado.

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