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Atlético | Relato del presidente de la Junta de Andalucía en el blog

Paco Molina

Pepe Griñán (Madrid, 7-6-46), presidente de la Junta de Andalucía, relata en el blog Con la venia del Diario de Sevilla sus primeras experiencias como rojiblanco cuando quedó cautivado por la generosidad de Molina y el Atleti de los Collar, Peiró, Pazos...

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<b>ONCE DEL 54. </b>De pie, de izquierda a derecha: Riquelme, Tinte, Martín, Pérez Andreu, Agustín y Lobito Hernandez. Agachados, de izquierda a derecha: Miguel, Molina, Escudero, Souto y Collar.

Eramos dos hermanos. En realidad éramos cuatro, pero mis hermanas no iban al fútbol. Lo hacíamos nosotros dos con nuestro padre. El fútbol nos evadía de aquellas semanas que empezaban el lunes y que no terminaban hasta el sábado ya bien vencida la tarde. Vivíamos entonces en esa certidumbre que convierte el futuro en una historia ya contada. Era como si los merecimientos estuvieran muy por encima de lo recibido, como si la vida se hubiera olvidado de las oportunidades. Sólo los veranos conseguían acercarnos un poco a lo imprevisible, a lo que encerrábamos en nuestros sueños. Pero los domingos de aquellos inviernos interminables había fútbol. Y eso cambiaba las cosas aunque fuera sólo por unas horas.

Aquel día mi padre lió dos cigarrillos más de los que cabían en la petaca. No fue un cálculo equivocado ni una distracción. Durante unos instantes los dos pitillos quedaron sobre la página del periódico entre los restos de la picadura. Luego encendió uno y se metió el otro en el bolsillo superior de la chaqueta. "Éste, dijo, para celebrar el primer gol de Enriquito Collar". Cuando pronunció la palabra gol le salió de la boca un torrente de humo como si con él hubiera querido empujar el balón hasta el fondo de la red. Jugábamos contra el Madrid de Di Stéfano. Mi madre se lo debió imaginar al ver que habíamos comido atropelladamente. Así que, mientras nos metía los bocadillos en el bolsillo del abrigo, mirando con sorna a mi padre, apostilló: "Ese Gento es mejor que Collar, ¿verdad?" Mi hermano y yo abucheamos sus palabras mientras nos poníamos el abrigo, los guantes de lana y el pasamontañas.

Era febrero y hacía ese frío intransigente del Madrid de los años cincuenta. La glorieta, en las primeras horas de la tarde del domingo, parecía abandonada; como si la gente hubiera querido cerrar los ojos ante la inminencia del lunes. Su quietud sólo se rompía, de vez en cuando, por algunas parejas que, andando con la lentitud de quienes saben que el destino no se mueve, iban al cine de La Flor. Al bajar las escaleras del metro, dirección Cuatro Caminos, solo se oyeron nuestros propios pasos, mucho más acelerados que los días de colegio, y los nombres, cantados a dúo, de la alineación de aquel Atleti: desde Pazos, en la portería, a Collar, en el extremo izquierdo.

El Metropolitano era un campo casi subterráneo cavado en un desmonte. Nosotros, que éramos socios sin asiento, íbamos a la zona del Gol Sur donde la parte más alta de las gradas estaba ras por ras con la calle de atrás del estadio. Éramos los aficionados más constantes y nos concentrábamos en ese recinto que iba bajando desde ahí hasta dar en un ligero terraplén que venía a separar nuestra zona de la de los abonados que veían sentados el partido. Mi padre, al igual que hacían sus amigos con sus hijos, nos pasaba la valla para poder sentarnos delante de ella, en el desmonte, y ponernos así a resguardo de las avalanchas que solían producirse. En ese espacio fronterizo nos reuníamos un puñado de niños. Nos sentábamos en el suelo, sobre un pañuelo que llevábamos con solo ese propósito y hacíamos grupo según las afinidades que se habían ido delatando partido a partido. Los distintos jugadores rojiblancos eran los que servían para forjar amistades entre nosostros. Pero todos nos uníamos en la intransigencia con lo que sentíamos como más irreconciliable con nuestros sentimientos. Y eso para todos nosotros era el Madrid. El que, precisamente, se medía a nuestro Atleti en esa fría tarde de febrero.

No sé qué fue lo que me hizo ponerme de pie a los pocos minutos de empezado el partido. Fue una escapada de Collar que desbordó a su marcador por la banda. Probablemente me acordé del cigarro que mi padre había guardado en el bolsillo. El caso es que, tras el centro del extremo, el balón rebotó en Marquitos y quedó a los pies de Molina que, sin pensárselo dos veces, lanzó un cañonazo que entró, por alto, en la portería del Madrid. Casi al instante estábamos todos dando saltos de alegría y gritos de júbilo, mientras los que teníamos a nuestras espaldas trataban de resistir la avalancha que inexorablemente provocaba cada gol del Atleti. Cuando nos volvimos a sentar, mi amigo Juan, del que mi madre solía comentar que era un jaimito, dijo frotándose las manos: "Vaya golazo de Paco". Nunca le había oído a nadie llamar Paco a Molina. Así que le corregí: "No ha sido Paco; ha sido Molina, el número 8, ¿no lo ves?". "Pues eso, me contestó: Paco. Paco Molina". Me sorprendió esa intimidad de Juan con el interior derecho rojiblanco. "¿Y por qué sabes tú que se llama Paco?", le pregunté con cierto malhumor. "Porque mi abuelo era amigo de su padre". Me pareció el colmo de los embustes: "Vete ya! Si Molina es chileno y tus abuelos son catalanes". "No es así. Molina es español y sus padres y abuelos también. Pa que te enteres, listo". "Te lo has inventado", dije para zanjar la discusión. Me iba a contestar cuando una internada de Miguel estuvo a punto de terminar en el segundo gol. Ahí quedó la cosa.

El partido terminó con el único gol de Molina y la victoria del Atleti sobre el Madrid. A pesar de que hacía mucho frío no quisimos hacer cola para coger la camioneta que llevaba a Quevedo. Preferimos andar hasta el metro de Cuatro Caminos. Entonces no se jaleaban las victorias como ahora. Al acabar el encuentro volvía a hacerse presente la inminencia del lunes y los movimientos se hacían más lentos y las formas más grises, como si se estuviera ensayando el mundo inerte de los días laborables.

El bulevar de Reina Victoria había sido bautizado como La Senda de los Elefantes porque, al término de los partidos, lo recorríamos los aficionados del Atleti dando trompadas. Aquella fue, en cambio, una tarde distinta y el tono oscuro de los abrigos se veía más alegre con las risotadas de los aficionados. Todos tratábamos de prolongar una victoria que sería pronto un recuerdo. En varios balcones se podía ver un movimiento de visillos y por la acera central mi padre nos llevaba a mi hermano y a mí de la mano y juntos comentábamos las jugadas más emocionantes. Las recreábamos convirtiendo a sus protagonistas en héroes. Le pregunté a mi padre por el pitillo que se había guardado en el bolsillo y, como me esperaba, se lo había fumado. "Pero el gol, le dije, no fue de Collar sino de Molina". "Bueno, contestó, pero la jugada fue de Enriquito. Y tápate la boca". No le hice caso y volví a tirar hacia abajo del pasamontañas: "Papá, ¿a que Molina es chileno?". Mi padre se me quedó mirando un buen rato sin saber qué contestar. Se demoró meditando la respuesta y al final concluyó: "Es verdad que ha jugado con la selección nacional de Chile, pero es español". "¿Y cómo es eso?", volví a preguntar. "Comiendo", dijo mi padre. Ni una palabra más.

Quise hacer un nuevo intento en el metro pero el ruido me impidió hacerme entender. Además iba tanta gente en el vagón que mi padre no podía agacharse para hablarme. Así que di por zanjada la cuestión. Sólo volví a ello en otros partidos en los que, al salir a colación el nombre de Molina, yo, para dármelas de entendido, solía llamarlo por su nombre de Paco.

Al poco de aquella victoria sobre el Madrid, creo que fue en la temporada siguiente, Molina regresó a Chile y yo sentí una inexplicable sensación de pérdida, como si me hubiera dejado un amigo. Su generosidad en el terreno de juego, su forma de hacer todo fácil lo hacían, es verdad, poco visible. Pero el Atleti, sin él, parecía distinto, un poco más distante. Sólo pude recuperar ese ritmo categórico de las alineaciones aprendidas de memoria cuando Adelardo se hizo dueño del 8 que dejó Molina. Pero, todavía hoy, suelo recordar a aquel interior derecho que fue siempre oscurecido por la fama de otros delanteros; a aquel Paco Molina que, con sólo nueve años, esto lo supe mucho más tarde, se vio en la necesidad de embarcar en Francia, a bordo del Winnipeg, donde su familia pudo huir de la saña del fascismo. Desde entonces y hasta muchos años después Madrid fue, como dijo Dámaso Alonso, una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). Sólo mi Atleti, los veranos en la sierra y el cine de programa doble me permitían soñar con los imposibles que luego llegaron.